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Aztra


A las cinco de la tarde del 18 de octubre de 1977, el país estaba a punto de presenciar uno de los episodios más vergonzosos de su historia reciente. Más de dos mil trabajadores del Ingenio Aztra —obreros, zafreros y también sus familias— mantenían ocupadas las instalaciones en La Troncal (Cañar) en una protesta que parecía, hasta ese momento, contenida. Lo que exigían no era nuevo: que se cumpliera la cláusula de su contrato colectivo que les garantizaba el 20% de cualquier alza en el precio del azúcar.

Ese año, el quintal había pasado de 220 a 300 sucres, pero la dictadura militar que gobernaba el país emitió un decreto que borraba de un plumazo el derecho conquistado. La indignación fue inmediata. Desde las primeras horas de ese martes, los trabajadores ocuparon el ingenio y allí se mantuvieron, acompañados por mujeres que llegaban con alimentos y niños. La Azucarera Tropical Americana, propiedad del Estado en un 90%, se convirtió en un campamento improvisado donde se mezclaban la esperanza y la tensión.

La llegada de los policías a Aztra

La respuesta del régimen no tardó. Un contingente de cien policías llegó desde Babahoyo, comandado por los mayores Eduardo Díaz y Lenín Cruz. Ya dentro del ingenio había otro piquete que custodiaba las instalaciones. Desde un altoparlante, la orden sonó seca, casi irreal ante la magnitud de la multitud: dos minutos para desalojar por una sola puerta angosta. Dos minutos para que dos mil personas —obreros exhaustos, mujeres, niños— abandonaran el lugar que se había convertido en refugio y trinchera.

El anuncio cayó como chispa en pólvora seca. Los trabajadores levantaron sus machetes, no para atacar, sino como símbolo de resistencia. Pero cualquier gesto fue interpretado como amenaza. Lo que siguió fue un estallido sin pausa: metralla, bombas lacrimógenas, garrotes que golpeaban indiscriminadamente.

En cuestión de segundos, el ingenio se convirtió en un infierno. Los manifestantes corrían heridos, ciegos por el gas y el miedo. Muchos se lanzaron al canal de riego buscando escapar del fuego. Allí quedaron: ahogados, arrastrados por la corriente, silenciados.

Los pobladores de La Troncal, al enterarse de lo que sucedía, acudieron en auxilio de los trabajadores. La respuesta policial fue igual de brutal: más disparos, más heridos, más muertos. Durante tres horas, el ingenio Aztra fue un campo de batalla donde solo uno de los bandos estaba armado y autorizado para matar.

La excusa de la dictadura

Al finalizar la operación, el mayor Eduardo Díaz envió un breve mensaje a sus superiores: “La orden ha sido cumplida a cabalidad”. Ese fue el reporte oficial de una masacre. La dictadura del Consejo Supremo de Gobierno intentó culpar a los propios dirigentes obreros, acusándolos de formar parte de un complot internacional.

Pero nada podía borrar la evidencia: más de cien trabajadores asesinados, muchos de ellos indígenas; cuerpos desaparecidos que, según los testimonios de la época, podrían haber sido lanzados a los calderos del ingenio. Cuerpos que nunca volvieron.

El director de Aztra llegó a afirmar que muchos fallecidos “murieron ahogados al caer en un canal” cuando abandonaban la fábrica “en forma desordenada”. Era una versión que pretendía diluir la violencia estatal en un accidente espontáneo. Pero el país no la creyó entonces ni la acepta ahora.

El control del Estado

La matanza ocurrió en el último tramo de la dictadura militar ecuatoriana. Tras la caída de Guillermo Rodríguez Lara, el poder había quedado en manos de una junta formada por las tres ramas de las Fuerzas Armadas. Su discurso hablaba de restaurar el orden y combatir la corrupción, pero sus acciones revelaban un objetivo distinto: controlar el Estado, sus recursos —especialmente el petróleo— y silenciar cualquier fuerza social que desafiara su autoridad.

Las reformas represivas contra sindicatos, la criminalización de las huelgas y la persecución de líderes estudiantiles y educativos habían preparado el escenario perfecto para lo que ocurrió en Aztra.

La matanza, lejos de apagarse en el silencio dictatorial, encendió una llama inesperada: dio origen a la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos y, años más tarde, inspiró obras de teatro que buscan mantener viva la memoria de quienes murieron exigiendo lo mínimo: justicia laboral.

Hoy, 48 años después, el eco de aquella tarde sigue resonando. Aztra no es solo una fecha ni un titular: es una herida abierta que recuerda al país que, cuando el poder se impone sin límites, hasta el azúcar puede teñirse de sangre.

 

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